sábado, 22 de mayo de 2010

Bienaventurados los ignorantes, Edip en Colofón, una comedia de desenredos





La parodia de la tragedia es tan antigua como la comedia clásica. Lo mismo podemos afirmar respecto de la reflexión metadramática. Ambos recursos son retomados y desarrollados por Flavio González Mello en su hilarante “tragedia de enredos”, una pieza compleja –por sus múltiples referencias– y divertidísima –gracias no sólo a los ingentes e ingeniosos chistes sino también a la interpretación del director, Mario Figueroa, quien logra un humor igualmente accesible al público culto que a cualquier espectador atento.
La puesta en escena se sitúa principalmente en los terrenos de la comedia –han pasado 30 años de los funestos sucesos, y Edip vive feliz y amnésico en un psiquiátrico-; sin embargo, no desdeña algunas situaciones y conflictos evidentemente trágicos.
Vayamos por partes. El planteamiento principal es indudablemente sofocleo: el protagonista vive ignorante de sus crímenes y cuanto más se acerca a la verdad, más inminente es su destrucción. Edip, empero, es todo lo contrario al héroe, pues se empeña en eludir tal verdad, es un “antihéroe” o, mejor aún, un “héroe popular” al estilo de Aristófanes: un personaje que, por un lado, representa la aspiración al bien y, por el otro, es portavoz de la crítica ideológica del autor; a fin de cuentas, el Edip de Gonzalez Mello discurre en dirección contraria al héroe trágico, pues no cae, se levanta.
Hay que recordar que la comedia antigua era un producto sumamente intelectualizado y político, donde la subversión de los valores aceptados por la comunidad tenía un efecto cívico y moralizante sobre los ciudadanos; en este caso, la Compañía Nacional de Teatro acomete el reto con denuedo –especialmente, si tomamos en cuenta que hoy lo políticamente correcto es ser ¡apolítico!–, pues evidencia los dispositivos de vigilancia –entendidos éstos en el sentido foucaultiano– y la alienación y exhibicionismo que se desprende de ellos y los expone al escarnio mediante el aristofáneo aprosdóketon, es decir, el juego constante de sorpresas o de reducción ab adsurdum de la realidad que se critica. En este sentido, tanto la Compañía como el dramaturgo deben estar satisfechos: las tres horas del montaje pasan rapídisimo gracias al dinámico encadenamiento de chistes, juegos de palabras, situación absurda ¡Nada más disparatado que un Edipo con síndrome del lóbulo frontal, el cual le hace olvidar no sólo su pasado sino, inclusive, su presente ceguera! Es así como vemos repetirse el terrible clímax de la pieza de Sófocles -re-presentado por una escenografía que, literalmente, se rompe- coqueteando con el concepto de kitsch de Milán Kundera y que, con todo, mantiene la dignidad con la que solemos imaginarnos la tragedia antigua.
Así como vemos desfilar a lo muchos personajes –que van desde una sangrienta Mérope-Clitemnestra a una enfermera simplona y gerontofílica– por el laberinto que constituyen las estrías del cerebro humano, del mismo modo vemos a los dos personajes principales, Edip y Antígona, encaminarse –como diría el viejo Sócrates– “Yo para morir, tú para vivir. ¿Entre tú y yo quién lleva la mejor parte?”.
Es precisamente el contraste entre la caracterización de Edip, Luis Rábago –alternando con Roberto Soto– y la de Antígona, Gabriela Núñez –alternando con Carmen Mastache– lo que potencia el efecto trágico-cómico, pues la heroína es el único personaje serio que, consecuentemente, no puede entender de que se ríen los demás personajes –venticuatro, entre actores y coro– y el público. Está apuesta dramática llega a buen puerto gracias la magnífica mancuerna del viejo sátiro Rábago y de la sensual y melancólica Núñez. También lucen mucho las interpretaciones de Adriana Roel –Mérope–, Arturo Beristain –Creonte–, Angelina Peláez –eminencia en psiquiatría– y, más aún, la de la proteíca Luisa Huertas –Tiresias–, and last but not least, la de un Diego Jáuregui –Epíndaro, dramaturgo paranoíco– que es verdaderamente ¡descuajaringante!
Arriba aludí a la reflexión metadramática en Aristófanes, y no debo continuar sin mencionar que el “moderno” y antifreudiano psicodrama también tiene su lugar en el psiquiátrico de Colofón como efectivo fármaco de alivio –como señala el helenista Albin Lesky, Aristóteles toma el concepto de katharsis no del vocabulario religioso, como puede pensarse si se lo interpreta como purificación, sino del léxico médico: equivale, pues, al alivio del pathos o padecimiento–, obviamente, en forma del Edipo rey griego. Y como en el drama de Sófocles, el resultado es sangre y muerte; sin embargo, a diferencia de la colosal tragedia, el color púrpura no es resultado del enfrentamiento del héroe con un destino arcano y terrible, sino de la muy vulgar y posmoderna confusión entre ficción y realidad.
Gracias a las circunstancias y caracterizaciones entreveradas por el dramaturgo y la Compañía, la situación trágica no inspira fobos, miedo, ni éleos, piedad, más bien lo absurdo–la locura: la desmemoria, la incontinencia sexual y verbal, y la anormal alegría de Edip– mueve a la carcajada batiente y el llanto risueño, la catarsis de Edip no se refleja en el espectador, quien la percibe como happy end.
Edip en Colofón utiliza los antiguos paradigmas trágicos para reflexionar sobre la soledad del individuo hoy, para quien lo irracional adviene expoliado, librado de los grandes relatos –ya sea la manía divina de los antiguos, ya el progreso de los ilustrados, ya el psicoanálisis freudiano–. Ante tal desolación posmoderna Edip propone una solución plenamente terapeútica: la risa.

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