jueves, 30 de junio de 2011

Andy Warhol tiene la culpa


Muy a menudo, al entrar a una exposición de arte contemporaneo, me quedo perpleja, simplemente, no entiendo que significan los objetos expuestos; esto se lo podría atribuir a mi formación y a mi gusto tradicional: los objetos artísticos son configuraciones significantes –formal y conceptualmente- que cumplen varias funciones: deleitar, reflejar su contexto social e histórico, interpretar la realidad, etc.; sin embargo, a juzgar por lo que veo, mis presupuestos críticos sólo funcionan cuando se trata de contemplar obras que no rebasen el horizonte histórico de las vanguardias. Pero ¿qué pasó después?
Una explicación puntual y global rebasaría por mucho la extensión de un artículo, por lo tanto, me enfocaré sólamente al papel que el pop –especificamente Warhol- ha jugado en esta ruptura entre el espectador y el objeto artístico.
No es casualidad que el crítico Danto sitúe el fin del arte en 1964, mismo año en que Andy Warhol expuso sus Brillo Boxes. ¿Qué tienen estas piezas que las constituye en un verdadero paradigma de arte contemporaneo? Para responder es necesario hacer un poco de historia: la pintura moderna se fundamentó en representar la realidad de un modo ilusionista –el cuadro es una ventana al mundo- , ilusionismo que las vanguardias problematizaron en diversos sentidos – ya enfatizando los efectos lumínicos como los impresionistas, ya los volúmenes geométricos como Cezanne, ya el color como los fauvistas, ya el movimiento como los futuristas... Esto se entiende sí se toma en cuenta que la aparición de la fotografía y del cine, con su aparente objetividad mecánica, liberaron a la pintura de la función ancilar de documentar la realidad -¡adiós a las veladuras, al claroscuro, al escorzo, a la perpectiva central, etc.!- : la pintura ya no tenía que parecerse al mundo, se podía concentrar en sólo interpretarlo.
Las vanguardias, empero, se pueden comprender en una narración coherente con la tradición – está interpretación crítica tiene a su mayor exponente en Clement Greenberg-, hay una secuencia inteligible –pero no como evolución o progreso- desde el renacimiento hasta el arte abstracto. Con éste “termina” un gran relato en la pintura y no es relevado por otro gran relato, sino por una multiplicidad de narraciones que conviven como bebedores en un bar: ¡cada loco con su tema! –y nunca falta quien habla solo o quien sólo farfulla- . El reventón de los 60 los hicieron el expresionismo abstracto, todavía rampante, la abstracción geométrica, el op art, el minimalismo, el arte povera, el arte conceptual, el hiperrealismo y el pop.
Pop y arte conceptual son las corrientes más importantes si atendemos a su influencia en el arte actual; a pesar de sus muchas y marcadas diferencias, ambas tienen un signo común: “cualquier cosa puede ser arte” – ya sea porque la pieza se desmaterializó y quedó para la contemplación sólo algún indicio o alguna sutil insinuación de una idea, o bien, porque los objetos vulgares de la vida cotidiana entraron al museo sin mayor intervención artística. De hecho la gran ruptura entre la tradición y el arte tardomoderno es sustancial: no sólo la pintura deja de ser aquella ventana al mundo, sino que se sustituyó el realismo por lo real. El reino de la representación sucumbió ante los poderes de la presentación.
Es, precisamente, el pop lo que llevó a Jean Baudrillard a desarrollar la teoría del simulacro: “un simulacro es una copia que no tiene original”, es decir, es pura apariencia, absolutamente vacua. El arte simulacral es arte que no significa nada pues carece de referente, es puro shine, sin nada adentro, no demuestra nada porque no oculta nada.
La más frecuente, y efectiva, estrategia para desimbolizar las imágenes es la repetición, pues, a fuerza de copiar y copiar, la imagen se vacía, se esteriliza y se homogeniza –“Quiero ser una máquina”: A. Warhol-: el gran Warhol puede colgar en el mismo muro la silla eléctrica junto a una sopa Campbell’s junto a un accidente mortal sin tener que comprometerse con nada porque todas las imágenes son igual de inocuas, él mismo, siendo coherente con su posición de no ocultar, pues no hay nada bajo sus piezas, se explica: “Cuando uno ve una y otra vez un cuadro horrible, éste en realidad no produce ningún efecto... cuanto más mira uno la misma cosa exacta, más se aleja el significado y mejor y más vacío se siente uno”.
No se puede negar que la obra de Warhol sí cumple una de las funciones tradicionales del arte: la de reflejar la sociedad en que se produce; sin duda, sus piezas retratan mejor que nada el consumo autocomplaciente del capitalismo rampante, ofrecen al espectador una zona de comfort en la cual nadie tiene la necesidad ni de reflexionar ni de comprometerse con nada, puesto que la profundidad subjetiva no tiene cabida en ellas… al fin y al cabo la cultura enlatada también es cultura.
A manera de conclusión, resulta muy útil al entrar a un museo de arte contemporaneo tener bien presente que muchas de las propuestas artísticas caminan en el sentido de establecer la indistinción entre arte y vida real y que esto no hace más bello al mundo, sino más feo y vulgar al arte. Después de todo, la Brillo Boxes no se diferencian de las cajas que están en el supermercado excepto en una cosa: aquéllas no contienen nada... ni siquiera detergente.

sábado, 22 de mayo de 2010

Bienaventurados los ignorantes, Edip en Colofón, una comedia de desenredos





La parodia de la tragedia es tan antigua como la comedia clásica. Lo mismo podemos afirmar respecto de la reflexión metadramática. Ambos recursos son retomados y desarrollados por Flavio González Mello en su hilarante “tragedia de enredos”, una pieza compleja –por sus múltiples referencias– y divertidísima –gracias no sólo a los ingentes e ingeniosos chistes sino también a la interpretación del director, Mario Figueroa, quien logra un humor igualmente accesible al público culto que a cualquier espectador atento.
La puesta en escena se sitúa principalmente en los terrenos de la comedia –han pasado 30 años de los funestos sucesos, y Edip vive feliz y amnésico en un psiquiátrico-; sin embargo, no desdeña algunas situaciones y conflictos evidentemente trágicos.
Vayamos por partes. El planteamiento principal es indudablemente sofocleo: el protagonista vive ignorante de sus crímenes y cuanto más se acerca a la verdad, más inminente es su destrucción. Edip, empero, es todo lo contrario al héroe, pues se empeña en eludir tal verdad, es un “antihéroe” o, mejor aún, un “héroe popular” al estilo de Aristófanes: un personaje que, por un lado, representa la aspiración al bien y, por el otro, es portavoz de la crítica ideológica del autor; a fin de cuentas, el Edip de Gonzalez Mello discurre en dirección contraria al héroe trágico, pues no cae, se levanta.
Hay que recordar que la comedia antigua era un producto sumamente intelectualizado y político, donde la subversión de los valores aceptados por la comunidad tenía un efecto cívico y moralizante sobre los ciudadanos; en este caso, la Compañía Nacional de Teatro acomete el reto con denuedo –especialmente, si tomamos en cuenta que hoy lo políticamente correcto es ser ¡apolítico!–, pues evidencia los dispositivos de vigilancia –entendidos éstos en el sentido foucaultiano– y la alienación y exhibicionismo que se desprende de ellos y los expone al escarnio mediante el aristofáneo aprosdóketon, es decir, el juego constante de sorpresas o de reducción ab adsurdum de la realidad que se critica. En este sentido, tanto la Compañía como el dramaturgo deben estar satisfechos: las tres horas del montaje pasan rapídisimo gracias al dinámico encadenamiento de chistes, juegos de palabras, situación absurda ¡Nada más disparatado que un Edipo con síndrome del lóbulo frontal, el cual le hace olvidar no sólo su pasado sino, inclusive, su presente ceguera! Es así como vemos repetirse el terrible clímax de la pieza de Sófocles -re-presentado por una escenografía que, literalmente, se rompe- coqueteando con el concepto de kitsch de Milán Kundera y que, con todo, mantiene la dignidad con la que solemos imaginarnos la tragedia antigua.
Así como vemos desfilar a lo muchos personajes –que van desde una sangrienta Mérope-Clitemnestra a una enfermera simplona y gerontofílica– por el laberinto que constituyen las estrías del cerebro humano, del mismo modo vemos a los dos personajes principales, Edip y Antígona, encaminarse –como diría el viejo Sócrates– “Yo para morir, tú para vivir. ¿Entre tú y yo quién lleva la mejor parte?”.
Es precisamente el contraste entre la caracterización de Edip, Luis Rábago –alternando con Roberto Soto– y la de Antígona, Gabriela Núñez –alternando con Carmen Mastache– lo que potencia el efecto trágico-cómico, pues la heroína es el único personaje serio que, consecuentemente, no puede entender de que se ríen los demás personajes –venticuatro, entre actores y coro– y el público. Está apuesta dramática llega a buen puerto gracias la magnífica mancuerna del viejo sátiro Rábago y de la sensual y melancólica Núñez. También lucen mucho las interpretaciones de Adriana Roel –Mérope–, Arturo Beristain –Creonte–, Angelina Peláez –eminencia en psiquiatría– y, más aún, la de la proteíca Luisa Huertas –Tiresias–, and last but not least, la de un Diego Jáuregui –Epíndaro, dramaturgo paranoíco– que es verdaderamente ¡descuajaringante!
Arriba aludí a la reflexión metadramática en Aristófanes, y no debo continuar sin mencionar que el “moderno” y antifreudiano psicodrama también tiene su lugar en el psiquiátrico de Colofón como efectivo fármaco de alivio –como señala el helenista Albin Lesky, Aristóteles toma el concepto de katharsis no del vocabulario religioso, como puede pensarse si se lo interpreta como purificación, sino del léxico médico: equivale, pues, al alivio del pathos o padecimiento–, obviamente, en forma del Edipo rey griego. Y como en el drama de Sófocles, el resultado es sangre y muerte; sin embargo, a diferencia de la colosal tragedia, el color púrpura no es resultado del enfrentamiento del héroe con un destino arcano y terrible, sino de la muy vulgar y posmoderna confusión entre ficción y realidad.
Gracias a las circunstancias y caracterizaciones entreveradas por el dramaturgo y la Compañía, la situación trágica no inspira fobos, miedo, ni éleos, piedad, más bien lo absurdo–la locura: la desmemoria, la incontinencia sexual y verbal, y la anormal alegría de Edip– mueve a la carcajada batiente y el llanto risueño, la catarsis de Edip no se refleja en el espectador, quien la percibe como happy end.
Edip en Colofón utiliza los antiguos paradigmas trágicos para reflexionar sobre la soledad del individuo hoy, para quien lo irracional adviene expoliado, librado de los grandes relatos –ya sea la manía divina de los antiguos, ya el progreso de los ilustrados, ya el psicoanálisis freudiano–. Ante tal desolación posmoderna Edip propone una solución plenamente terapeútica: la risa.

miércoles, 6 de enero de 2010

Adolfo Patiño, ensablador de memorias





Si muero hoy, soy historia;
si muero mañana, soy leyenda.

Adolfo Patiño
(1954-2005)

Cada vez que alguien me pregunta quién fue Adolfo Patiño, la perplejidad me invade, siempre respondo cosas distintas. Adolfo poseía una personalidad inaprehensible, como un paisaje familiar cuyos cambios nos son indiferentes a fuerza de transitarlo a diario, hasta que un acontecimiento extraordinario nos hace percatarnos de algún detalle. Entonces, éste nos parece ajeno y, sorprendidos, volvemos sobre nuestros pasos; lentamente, descubrimos una miríada de cosas grandes y pequeñas, viejas y nuevas, obscuras y luminosas; el extrañamiento, la sensación de exilio, el dolor de la escisión son el precio de volver a ver las cosas como si siempre pudiéramos ser niños. Cada obra, cada foto, cada detalle de la vida de Adolfo tiene este ineluctable efecto de extrañamiento. Sin duda alguna la gran obra de Adolfo Patiño fue Adolfo Patiño: lo que nos queda –sus piezas– son las estaciones de un itinerario vital, que es, a fin de cuentas, una gran obra artística. Patiño fue un hombre que, desde la adolescencia, condujo todos sus pasos en un único e inaplazable sentido: vivir artísticamente.
La vocación lo llamó desde muy joven: un día, el imberbe Adolfo salió de su barrio a caminar la ciudad armado con una Instamatic, con la idea fija de hacerse artista. Al día siguiente, volvió al CCH para comenzar su obra: ya no sería Adolfo, sino Peyote –se divirtió mucho impresionando a sus compañeros con la historia (¿real?) de que acababa de regresar de un superviaje místico–. Esta primera transformación identitaria marca el inicio de su carrera, pues, conscientemente, cambiaría su pseudónimo en sintonía con su producción: Peyote, Adolfotógrafo, Tintán Tzara, Conrado Betancourt, Adolfrido...
A Peyote no le faltó seguridad –ni osadía– para buscar a los que habrían de ser sus maestros: por un lado, a Manuel Álvarez Bravo, a quien llamaba “padre” –poco después de la muerte de Don Manuel, Adolfo me dijo que nadie más que él mismo era el genuino heredero de don Manuel–, y a Juan José Gurrola, de quien aprendió no sólo a hacer performance, sino también un “método”: hacerle un sitio al caos para que de él surgiera el arte, lección ésta que aplicó tanto en su producción como en su vida diaria; por otro lado, a Marcel Duchamp y a Andy Warhol, cuyo estudio y asimilación resultaron ser fundamentales en la configuración del vocabulario visual y la praxis conceptual de Patiño.
En 1976, el artista autodidacta Adolfotógrafo crea el Grupo de Fotógrafos Independientes (GFI), formado por Xavier Quirarte, Rogelio Villarreal, Alberto Pergón, Miguel Fematt, Armando Cristeto y Agustín Martínez Castro. El colectivo –en consonancia con otros artistas de su misma generación– protesta no sólo contra el arte en boga –ya internacionalista, ya epígono famélico de la Escuela Mexicana de Pintura– sino también contra los circuitos tradicionales de exhibición, circulación y comercialización: el 8 de abril asalta la Zona Rosa –tan cara para los artistas de la Ruptura– montando tendederos en las calles de Génova y Londres.
Estos tendederos resultaban muy extraños y chocantes en un espacio de circulación pública: no sostenían calcetines y sábanas, se habían transformado en mamparas etéreas, en un nuevo espacio museístico (si se tenía ya un “concepto ampliado del arte”, ¿por qué no crear un “concepto ampliado del museo”?). Este mecanismo de exposición respondía no sólo a la imposibilidad de acceder a las galerías, obedecía, sobre todo, a la conexión sustancial entre el contenido de la obra –los hallazgos que, al transitar por la caótica urbe, hacía un grupo de jóvenes inquietos– y el espacio de exhibición. A esta primera exposición le sucedieron muchas otras, ya que el GFI estuvo activo, si bien con altibajos, hasta 1984. Particularmente memorable fue el montaje cinético de 1980: debido a que el grupo fue excluido de la Bienal de Fotografía, fabricaron un carrito-mampara que Adolfo arrastró por todo el Paseo de la Reforma hasta tomar por asalto la Galería del Auditorio.
Al periodo de Adolfotógrafo corresponde la formación de importantes elementos de la poética de Patiño, quien a la fotografía “comprometida” del fotoperiodismo de los años setenta y la tendencia formalista representada por Manuel Alvarez Bravo opuso lo cotidiano, lo vulgar y lo kitsch... El “hijo” había salido respondón; la mayor muestra del fastidio del GFI fue “La Muerte del Maguey” (1980), una exposición-funeral para la imaginería oficial mexicana.
Peyote reaparece en 1976 al filmar en superocho Ying Yang Starring y en 1979 forma el grupo Peyote y la Compañía con antiguos miembros del GFI y otros artistas y escritores. El colectivo se diferenciaba de los demás grupos de la época por no tener intenciones explícitamente políticas: se había unido para jugar y experimentar nuevos lenguajes plásticos. Para Peyote, el grupo fue el ambiente idóneo para intensificar su shopping en la Lagunilla y alargar sus recorridos callejeros –de los cuales siempre volvía con nuevos “fetiches”, como él los llamaba–. Esta etapa, caracterizada por ensamblajes en forma de caja, se corresponde con la maduración de Adolfo como “ensamblador de memorias”: al recoger objetos de la calle, el joven artista se condolía por la obsolescencia de los productos –sucedáneos de las ilusiones–, que, impregnados de las penas y alegrías de quienes alguna vez fueron sus dueños, adquirían una nueva vida al mezclarse con la memoria individual y, claro, los “fetiches” personales de Peyote, y ser transformados en “cajas de tiempo”, montajes cuya identidad se basa en una narrativa plástica de continuidad entre la Historia y las historias individuales.
La pieza emblemática del grupo fue Artespectáculo: Tragodia II (1979). Presentada en la primera Sección Anual de Experimentación del Salón Nacional de Artes Plásticas. La instalación-transformance-microteatro, hoy irremediablemente perdida, constaba de un altar piramidal cubierto con todo tipo de objetos de consumo –un poco como El almacén de Oldenburg–, objetos intervenidos por los artistas: estampitas, dibujos despintados, grabados, marcos antiguos, fotos, maniquíes rotos, milagritos, “chescos”, pedazos de bandera, calaveritas, vírgenes de Guadalupe, teles, flores y un largo etcétera. La Tragodia es particularmente importante porque, por una parte, anuncia el Neomexicanismo de los años ochenta y, por otra, resume las concepciones formales y conceptuales de Patiño. Esta satírica e incoherente pieza, de deliberado mal gusto, abrió las puertas de la galería y el museo –instituciones puestas en cuestión por el GFI– a la iconografía urbana kitsch.
Peyote se quedaría en alguna caja del pasado y le dejaría el camino libre a Adolfo Patiño, el artista visual, y a Tintán Tzara, un poeta dadá mexicanizado y dulcificado –Adolfo empezó a escribir poesía casi al mismo tiempo que tomó la cámara–. Listo para triunfar, con las maletas llenas de objetos extraviados e ilusiones, se lanza a conquistar París y se queda varado en los Ángeles. El contratiempo, empero, resultó fausto, pues lo llevó a Nueva York, donde, a pesar de vérselas negras, logró una importante retroalimentación con artistas, críticos y galeristas. La aventura se tradujo en madurez personal, que reflejó en su obra; después de todo, no le fue nada mal: ¡incluso puso una galería en la Gran Manzana!
Después de esa productiva experiencia, Adolfo se volcaría sobre sí mismo. El fruto de esta instrospección son los Marcos de referencia. Estos objetos –quizá las obras más significativas de Patiño– son cajas duchampianas enmarcadas por reglas escolares de madera en donde confluyen los objetos del imaginario colectivo arriba mencionados –además de la cara figura de Frida Kahlo– y los del imaginario personal, íntimo del artista: fotos, cabellos, fluídos, etc. Es en esta "serie" donde se manifiesta en toda su magnitud la propuesta poética de Patiño: a pesar de la apariencia, la materia prima de Adolfo no era la basta colección de objetos-fetiche que ensamblaba en sus cajas, sino el pasado mismo: para él, mito y autobiografía no eran correlatos, eran una misma y única historia.
Pero introspección no significa soledad; Adolfo necesitaba de los otros para poder reconocerse a sí mismo. Esto se advierte no sólo en los Marcos, sino también en el descomunal archivo fotográfico que creó alrededor del simposio y el “reventón”: las agotadoras noches de "El Nueve", las pletóricas colectivas en "La Agencia" y "El Espacio" –galerías del mismo Adolfo–, los impredecibles y sobreetilizados festivales del >X Teresa, un sin fin de inauguraciones… todo, hurtado por Adolfo al olvido. Paralelamente a esta documentación de la vida social, Patiño se “autodocumentaba” casi a diario: como vivió obsesionado por la Historia, por su lugar en la Historia, entonces nada más congruente que encontrar en su archivo copiosos autorretratos y retratos de sus amigos y mujeres, los materiales con los cuales Adolfo Patiño construía su día a día.
Los objetos y las fotos construyen su memoria día con día y, al convertirlos en obra, consumó dos objetivos vitales: restituirse a sí mismo y, en consecuencia, devolver los signos a su lugar primigenio. Con cada pieza Adolfo se reinventa y se renueva de la única manera que sabe hacerlo: reivindicando su singularidad creativa y refrendando su derecho a vivir artísticamente. En la obra de Adolfo Patiño, el artista asume la función del chamán y sus dobles; la constante construcción de alteridades identitarias se configura como un arcano conjuro cuyo resultado mágico fue la vida misma de Adolfo Patiño. Hoy, al ver su vida como “obra terminada” no puedo evitar recordar un verso que Juan José Gurrola le escribió: “…y ser fiel a uno mismo es, de alguna manera, fotografiarse las entrañas.”

Primera versión: Libido, agosto-septiembre, 2007
Segunda versión: Glow, junio-julio, 2008

Una máquina de olvido


Sed antiquus amor cancer est
Petronio

Alejandro Navarrete (México, 1976) ha sido un imaginador de intereses múltiples desde sus años escolares: de niño quería ser abogado (quizá porque pensaba que litigar significa argumentar), aunque también pensó en estudiar biología para ser un coleccionista profesional de rarezas: entomólogo; después, en la prepa, pensó en ser médico para insidir con su bisturí en lo más profundo de la gente, luego, diseñador gráfico, dibujante de comics, cantante de ópera, de ahí se enfiló a la carrera de Artes Visuales en la ENAP, este ambiente tan poco edificante le sirvió para ampliar sus confusiones: saltó de la pintura a la fotografía, a la gráfica, a la crítica, a la investigación; después de este largo periplo (que incluye una parada en la Academia de San Carlos) nuestro imagógrafo ha reecontrado Ítaca: la tierra de los orígenes está signada por la fotografía (fato patrilineal) y la escritura (elección matrilineal). Alejandro, como le sucede a muchos personajes de fábula, tuvo que irse muy lejos para encontrarse a sí mismo, hoy, por fin, presenta la pieza que pone fin a su diletante itinerancia.
No es casual que su obra reciente provenga de la inmersión en los canales de una tranquila y aburrida ciudad de provincias (casi un nuevo Jordán en el imaginario de nuestro autor), pues, ante la tumultuosa frustración creativa y emocional que para él representa la Ciudad de México, tuvo que inventarse un “topos utópico”: un terreno donde es posible cumplimentar la promesa. Así pues, Utrecht resultó ser el sitio elegido al echar los dados sobre un mapamundi. Hasta allá se lanzó Alejandro con el objetivo de colonizar los páramos del silencio, con la esperanza de conjurar el desamor...
Aún sabedor de que hoy casi cualquier cosa puede acceder al status de arte, tan sólo con insertarse en circuitos artísticos –a muchos de los cuales, últimamente, no se les exige ni prestigio ni potencia discursiva-, Navarrete le apuesta al arte público para crear su propio contenedor artístico trasladando las huellas de nuestra gran ciudad a la pequeña y apacible Utrecht y lo hace con una intensión premeditadamente política: como una subversión meditada de la convención arriba anotada, el autor aspira a transformar estos “no lugares” en topografías de intercambio significativo, para esto densifica el contenido por medio de la palabra visual, aparentemente anómala y fuera-de-lugar, que amarra –como el desdichado Jerjes- al indómito mar.
When we have each other we have everything (2007) reúne no solamente años de experiencia afectiva e investigación creativa, también echa a andar una máquina del espacio que aspira a correr sobre las aguas (quizá también es máquina del tiempo: una bicicleta es un objeto ya extraño en estos días de smog y esteroides).
La elección de la bici proviene directamente de la experiencia del naufragio –naufragio amoroso- y del consecuente desarraigo: Alejandro es extranjero de sí mismo y la palabra materializada es el único ariete posible para luchar con su autoextrañamiento, su palabra es, irremediablemente, soliloquio pues el otro, el único, el amado calla.
Ante tal crisis vital, a nuestro artífice sólo le queda asirse a los pecios de la ilusión ¿hay algo más absurdo que construir una bicicleta para cruzar el océano?
Si, como dijo Roland Barthes, “el discurso amoroso es hoy de una extrema soledad”, entonces es perfectamente consecuente que Navarrete haya escogido un status de “alien” para concentrarse obsesiva y monotemáticamente en inventar un discurso extraño y disfuncional: como quien lanza un mensaje en una botella, el artista construye un espejo lacrimoso, anómalo y empañado de la dialéctica hegeliana del amo y el esclavo. La Dialéctica del amante y el amado es una revancha contra lo real, desquite contra la frustración, un aullido en la caverna.... El grito aparece como índice: por una parte, como señalética asfaltosa que nos guía hacia aquél topos; por el otro, como una página arrancada en un libro entrañable (¿una bitácora signada con llanto?) que aparece como cicatríz. Ambas, para no volver a ver sus palabras, para quitarle sustancia indicial al objeto, para “olvidar” (sí, cara de Jano, oxímoron).
Nuestro fotógrafo-escritor encuentra la mayor potencia de su momentum (movimiento, influencia, importancia) en, por un lado, el monótono y alienante trabajo del obrero y, por el otro, en la obsesión patológica y gozosa del trabajo del amante, de este modo resuelve su impulso vital en una colección de memorias fotográficas y evanescencias lingüísticas.
Nuestro imaginador ha tendido un puente transoceánico entre ambos trabajos: el gasto de energía inútil e inane, el cansancio físico y el emocional, la soledad y la secesión... el dolor.
Ciertamente, Alejandro está enfermo, sin embargo, basa su afirmación vital en asirse a la enfermedad apuntando a confundirse, o mejor, a fundirse en ella. When we have each other we have everything se nos aparece como un síntoma y a la vez como diagnóstico, el recorrido es la terapia automedicada y su huella el expediente. ¿Hay que hacer un deslinde ? ¿quién es la patología y qué es el enfermo?
Para comprender esta “nueva dialéctica” y esta “vieja enfermedad” nos podemos guiar con las prístinas palabras de Alfonso Reyes: “Hay una ficción de lo imaginado (polo de emancipación) y una ficción de lo realmente sucedido (polo de sujeción)”; si tenemos esto en cuenta, entonces las mareas nos ponen a los pies, entre espuma aún cálida, la botella: el texto está desfigurado por la humedad del mar y de las lágrimas, sin embargo, milagrosamente, es legible: 13 sílabas son suficientes para poner en acto la fragmentaria preceptiva amorosa de Barthres: “la historia de amor es el tributo que el enamorado debe pagar al mundo para reconciliarse con él”, tal reconciliación es el acto necesario para volver a liar las madejas de las dos ficciones.
Pero ¿por qué hablé de revancha para rematar mentando la reconciliación?, no pretendo caminar otra aporía (la aporia misma ya fue transitada de ida y vuelta y de regreso en bicicleta), pues bien, la revancha, necesariamente se mueve en el territorio de lo “realmente sucedido”, venturosamente, a este callejón sin salida se le opone por obra de la libido de la comunión,un paisaje virgen y fértil donde cada huella tiene el poder de transmutarse en camino: la “ficción de lo imaginado”. ¡Sí! la revancha es seguirte hablando aunque tu no me escuches, aunque estés lejos, aunque calles; mi reconciliación con el mundo –contigo, conmigo- es la constante e ineluctable reivindicación de mis fueros: - Siempre puedo repetir tu nombre, quieras o no-... entonces, donde habite el olvido, ahí estoy yo.

Alitter, septiembre 2008

Discrepancias



in memoriam Paola Vianello

Fruto de una investigación de más de cuatro años –que reunió aun pequeño ejército de investigadores, curadores, restauradores y artistas– es la recientemente inaugurada: La Era de las Discrepancias. Arte y Cultura Visual en México. 1968-1997. Se agradece –y mucho– una investigación con estos componentes: exposición panorámica, libro-catálogo y un voluminoso archivo (que estará disponible en el Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM), pues el periódo que abarca es todavía una asignatura pendiente en la historia del arte mexicano.
La exposición restituye, rescata de la sombra, rematerializa –figurativa y literalmente: por medio de la reconstrucción de importantes obras efímeras de la década de los 70– y tensa un hilo conductor alrededor las narrativas fragmentarias del arte reciente, hilvanando –en entramados temáticos– un discurso visual-textual de lo que hasta ahora era predominantemente historia oral –la principal fuente fueron los testimonios de los protagonistas de la escena artística–. Indefectiblemente, en el paso de la oralidad a la escritura siempre se pierde algo –mucho–; empero, la muestra sale bastante bien librada pues, dentro de su marco conceptual, presenta la diversidad de voces y narrativas –muchas veces contradictorias o paradójicas¬– y reproduce el ambiente de discenso que caracterizó a esa "era". No es una exposición didáctica, ni estrictamente histórica, más bien es crítica –en el sentido de explicar y deslindar– y cumple con dos objetivos principales: por un lado, propone una narración coherente –y no necesariamente diacrónica– sobre una multiplicidad de movimientos y prácticas artísticas que fueron sistemáticamente desdeñadas o –en el peor de los casos– ignoradas por las instituciones del estado, es decir, prácticas efectivamente discrepantes que el discurso oficial no supo o no quiso o no pudo asimilar, ni en su momento, ni aún hoy –de la misma manera que no supo organizar el rescate y reconstrucción en 1985, que no ha podido dar cuenta de las desapariciones del 68 y de los 70, que no ha querido responder a las demandas que impulsaron el levantamiento de 1994–; por otro lado indaga y reflexiona en el sentido de identificar las genealogías desplegando una cartografía que fija algunos puntos de referencia, pero al margen de la imposición taxonómica; estas coordenadas transitorias pueden orientarnos no sólo en la época abarcada en la exhibición, sino también en la diversidad –casi verborréica– del arte actual, en este sentido, es una cachetada con guante azul-y-oro para un nutrido grupo de artistas contemporáneos que se jactan de no ser parte de la tradición ¿una generación de artistas de probeta?

Femeninamente masculino
Así solía firmar su escritos Adolfo Patiño –dandy kitsch y heterosexual irredimible– y así ponía su cuerpo en escena en numerosas piezas, por ejemplo travistiéndose, retratándose y publicándose como Frida Kahlo: acciones que son símbolo y síntoma del malestar e incorformidad frente a las convenciones falocéntricas imperantes que ceden, como un pene disfuncional, ante las sacudidas de la pandemia del SIDA y del temblor del 85. En los 80 se hizo clara la urgencia de articular nuevas unidades de sentido en torno a la identidad –histórica, social y sexual– la cual se configuró a través de una multitud de voces disidentes que desde la emergencia del feminismo y de la subcultura gay –recordemos que la primer marcha del Orgullo Gay se realizó en 1978– clamaban por una redefinción de la opresiva heterosexualidad masculina; estas otredades construyeron sus discursos ya no en torno al cuerpo, sino sobre y dentro del cuerpo mismo; asumiéronlo como portador de significados políticos, e inscribiendo en este la subversión de la mirada masculina, las prácticas artísticas configuran una respuesta ante la represión y la imposición ejercida sobre el cuerpo individual y social.
Es en este momento cuando la erección de alteridades interpela directamente a la noción de identidad nacional: ante la eyaculación precoz institucional, los artistas prescriben como fármacos a la diferencia y a la introspección públicas que cuestionan, desde territorios otrora "privados" , los discursos de ejercicio, legitimación y administración del poder.
En este tenor se desarrolla la sexta unidad temática titulada "La Identidad como Utopía", donde, ya por medio de la parodia lúdica (Lourdes Grobet: "Striptease"), ya por la resignificación de las imágenes de lo femenino (Carla Rippey: "La Vidente", Gustavo Prado: "Aurora Boreal"), ya por la actualización de la metáfora cuerpo-paisaje (Eugenia Vargas: "Mural Rojo"), ya por la inversión de valores o de los roles masculino-femenino (Carlos Arias: "Jornadas", Adolfo Patiño: "Auotorretrato en vida y muerte"), ya por el homoerotismo transfigurado en veta de reconocimiento social (Armando Cristeto: "El Condón"), ya por la subversión de las convenciones del desnudo femenino (Laura Gonzalez: "Diario del cuerpo") ya por la enunciación de mitologías personales a través de la autoexposición sexual (Nahum Zenil: "Homicida", Julio Galán: "Tehuana en el Itsmo de Tehuantepec"), van tomando cuerpo las versiones alternativas de nación.
La Era de la Discrepacia es, sin duda, el esfuerzo sistemático más significativo hasta hoy por hacer cuentas con un pasado reciente altamente complicado y todavía traumático. La UNAM refrenda así su lugar como espacio de pluralidad y crítica, donde convergen las voces que increpan al autoritarismo y la desmemoria.

La Era de la Discrepancia. Arte y cultura visual en México. 1968-1997. MUCA Campus, hasta septiembre.

Libido, mayo-junio 2007

lunes, 4 de enero de 2010

Historias ciudadanas





Ricardo Zentella recorre la Calzada de Tlalpan como quien lee un libro, un libro que se niega a ser fijado y descifrado pues está expuesto a una ininterrumpida erosión perpetrada por sus propios autores; así pues, Zentella se entrega a una investigación que pretende conservar la narrativa de las calles de la Ciudad de México.

Cambiando la lupa y los guantes del erudito por una cámara digital, el artista se empeña en descifrar palimpsestos, palimpsestos que son en sí mismos actos de violencia, testimonios, en el mejor de los casos, de incuria y desinterés por la escritura del otro, en el peor, premeditado atentado contra la memoria. Con todo, Zentella localiza un tipo especial de palimpsesto: escrituras al margen, paréntesis, notas al pie de página que dan cuenta de un gasto de energía no utilitario –por efímero y críptico- cuyo único motivo es la reivindicación momentánea de la personalidad asfixiada del ánonimo ciudadano que transita por “la vía democrática”.
La narración de nuestra ciudad refleja, por un lado, la imposición de un discurso autoritario, excluyente y segregador, por el otro, la fragmentada interpelación –en forma de oxímoron resistencia-pasividad- de los sujetos que están inscritos en ella.

A las fotos de Ricardo Zentella les interesa poner en evidencia el frágil equilibrio en el que se desenvuelve la convivencia política en la ciudad, es claro que nuestro artista ve una ciudad al borde del caos, precisamente por esto se maravilla al testimoniar que este libro aún es legible. Desde su continua posición de sujeto desorientado, Zentella se esfuerza en tender líneas de comunicación profunda por medio de un contínuo ejercicio de empatía, así, se descubre a sí mismo como editor de un corpus de fragmentos. De este modo, el fotógrafo configura una narración que, aunque discontinua, es legible y significativa, y cuya principal función es la recuperación de historias suprimidas, historias que se manifiestan en forma de grito y cicatriz, historias “ciudadanas” que exponen los mecanismos lúdicos de expresión queja-broma.

Las imágenes que Ricardo colecciona poseen dos ejes conceptuales, por una parte, el lento paso del tiempo, es decir, la no intervención premeditada del sujeto: el desgaste y la erosión sociales, por la otra, el tiempo agotado en el instante, acción efímera: gritos y carcajadas hipersubjetivos.
En un caso asistimos al desvanecimiento de la localización, a la transición hacia el no-lugar por obra del olvido y el desinterés, en otro a la apropiación momentánea del entorno, a la transición hacia el sitio subjetivo de comunión por obra del paso indicial de algún “yo”. El hilo conductual de este viaje redondo cuyos extremos van de la pasividad colectiva a la reactividad individual es el cuestionamiento de la autoridad que se ve rebasada en estos espacios residuales, localizaciones entrópicas donde se formulan –otra vez- las viejas preguntas que nuestro sistema democrático y representativo no ha podido responder ¿qué prueba de nuestra democrática desigualdad es más elocuente que recorrer las calles de la ciudad? Sin embargo, el artista no emite juicios políticos o sociales, solamente estéticos, lo que le fascina de estos espacios emergente-residuales es su potencia de belleza – belleza que es como la de las flores, efímera-. Zentella, además de hacer las de editor, toma el lugar simbólico de notario itinerante, al seleccionar, encuadrar, componer e intervenir cromáticamente los paisajes extiende certificados de defunción, apostilla documentos y valida testamentos de esas zonas y esos gestos que, por ser políticamente disfuncionales, tienen un destino ineluctable: la indiferencia y la desaparición.

El mundo como laboratorio


“La mayor ruptura en la historia de la escultura
del siglo XX es la supresión del pedestal”

Richard Serra



Híbrido parece ser el adjetivo que más conviene a la obra de Eder Castillo, René Hayashi y David Enriquez y Biosfera es la más reciente estación en el tránsito que estos artistas han realizado a través de aquel concepto.

El citado proyecto ha sido definido por los propios autores como una escultura-arquitectónica y, en este sentido, el diálogo con la obra de Serra, Cristo o Schiwitters se torna sumamente fecundo, pues la intervención a espacios públicos transitables –ya sea a pie, ya con la mirada- funciona como una interpelación directa no sólo a las instituciones –el museo, en primer lugar- sino también a los preconceptos –confirmados cotidianamente- de ciudad-paisaje-hogar. Antes ellos y ahora Castillo, Hayasi y Enriquez trastocan las imágenes identitarias de los ciudadanos alterando –ora sutil, ora violentamente- los escenarios donde transcurren sus vidas.

Al lado de esta filiación con el Arte Procesual –por la incorporación del tiempo como variable constructiva- convive el guiño al Arte Povera – por la concepción antropológica del gesto creativo y la utilización de materiales no estables (frente a los cangrejos y plantas de Biosfera es imposible no recordar las legumbres y el papagayo de Jannis Kounellis [Sin Título, 1967]).

El itinerario seguido por Enriquez, Hayashi y Castillo ha estado marcado por la experimentación en torno a territorios fronterizos que, transitados por series de variaciones, devienen en una indefinición que termina por reflejar los estilos de vida emergentes. Factor común en las paradas de este recorrido es el cuestionamiento al género tradicional de la escultura, cuyo motor es la reflexión en torno al antagonismo cultura-natura.

En este sentido la hilarante Jardín (2004) “resuelve” la tensión entre el mundo natural y sus réplicas tecnológicas por medio de la ironía: un híbrido tamagochi-planta pone en acción contradicciones conceptuales gracias a su propia configuración artificial que conduce sin escalas al puerto de lo absurdo. En una dirección similar se plantea Perro de Museo (2007), juguetona intervención al espacio museístico en la que un perruno almirante ancla también en el absurdo, esta vez evidenciado por la complicidad entre el espectador-tripulante y el can.

A medio camino entre esta dos piezas y Biosfera se encuentra Guatemex (2006) donde los artistas injertaron una isla en un terreno normalmente concebido como puente, la subversión de las funciones del espacio fronterizo México-Guatemala revela una paradoja: mientras que en el puente la comunicación es imposibilitada por el contexto migratorio, en la isla el aislamiento es momentaneamente interrumpido.

En Biosfera, terminal provisional del viaje, divisamos una estructura-frontera que fija aspectos que pasarían desapercibidos en la cotidianidad si no se les aislara, así ofrece nuevas lecturas, necesariamente en forma de símiles, sobre las ciudades y los ecosistemas, los objetos biológicos y los industriales, y -last but not least- entre arte, vida y ciencia.

Los artistas construyen una ficción cuyas vías, en principio paralelas: identidad y frontera se ven alteradas por su inserción en un behavioral space. En el aparentemente controlado y aséptico laboratorio de Biosfera se desarrollan posibilidades determinadas, en buena medida, por la entropía. Esta incorporación del tiempo como condición de desenvolvimiento espacial, al lado de tecnologías eugenésicas tiende a retratar desarrollos de la experiencia cotidiana tal como se vive en ese específico contexto Ciudad Juárez-El Paso, pues el pretendido control tecnológico sobre los desplazamientos y comportamientos no ha pasado de ser un experimiento malogrado y caro. Biosfera se yergue como un espejo a escala, y , si los componentes sobreviven, devendría en la creación de “una especie híbrida posible”, metáfora de los miles de personas que todos los días cruzan la frontera para trabajar, quienes en este proceso deben de desplegar todas sus capacidades de adaptación. El ecosistema-escultura pone en juego objetos que deben ser interpretados literalmente, y al mismo tiempo, simbólicamente. El énfasis en Biosfera como elemento de insidencia social queda manifiesto si tomamos en cuenta que las interacciones animal-concha-planta estarán monitoreadas por un Big Brother televisivo y cibernético en ambos lados de la línea fronteriza, puesto que la pieza se sustenta en un tránsito híbrido biológico-antropológico, cuyo puerto imaginado es la alteración de las definiciones identitarias.

Eder Castillo, René Hayashi y David Enriquez problematizan la misma identidad de la obra de arte, y concluyen, aunque sea provisionalmente, que la obra es el lugar donde acontece algo y para ellos ese algo nos implica y nos urge como agentes de cambio. ¿Acaso estaremos frente a una nueva utopía darwinista?

Biosfera
, texto de exposición. Sala de Arte Público Siqueiros (2007).