jueves, 30 de junio de 2011

Andy Warhol tiene la culpa


Muy a menudo, al entrar a una exposición de arte contemporaneo, me quedo perpleja, simplemente, no entiendo que significan los objetos expuestos; esto se lo podría atribuir a mi formación y a mi gusto tradicional: los objetos artísticos son configuraciones significantes –formal y conceptualmente- que cumplen varias funciones: deleitar, reflejar su contexto social e histórico, interpretar la realidad, etc.; sin embargo, a juzgar por lo que veo, mis presupuestos críticos sólo funcionan cuando se trata de contemplar obras que no rebasen el horizonte histórico de las vanguardias. Pero ¿qué pasó después?
Una explicación puntual y global rebasaría por mucho la extensión de un artículo, por lo tanto, me enfocaré sólamente al papel que el pop –especificamente Warhol- ha jugado en esta ruptura entre el espectador y el objeto artístico.
No es casualidad que el crítico Danto sitúe el fin del arte en 1964, mismo año en que Andy Warhol expuso sus Brillo Boxes. ¿Qué tienen estas piezas que las constituye en un verdadero paradigma de arte contemporaneo? Para responder es necesario hacer un poco de historia: la pintura moderna se fundamentó en representar la realidad de un modo ilusionista –el cuadro es una ventana al mundo- , ilusionismo que las vanguardias problematizaron en diversos sentidos – ya enfatizando los efectos lumínicos como los impresionistas, ya los volúmenes geométricos como Cezanne, ya el color como los fauvistas, ya el movimiento como los futuristas... Esto se entiende sí se toma en cuenta que la aparición de la fotografía y del cine, con su aparente objetividad mecánica, liberaron a la pintura de la función ancilar de documentar la realidad -¡adiós a las veladuras, al claroscuro, al escorzo, a la perpectiva central, etc.!- : la pintura ya no tenía que parecerse al mundo, se podía concentrar en sólo interpretarlo.
Las vanguardias, empero, se pueden comprender en una narración coherente con la tradición – está interpretación crítica tiene a su mayor exponente en Clement Greenberg-, hay una secuencia inteligible –pero no como evolución o progreso- desde el renacimiento hasta el arte abstracto. Con éste “termina” un gran relato en la pintura y no es relevado por otro gran relato, sino por una multiplicidad de narraciones que conviven como bebedores en un bar: ¡cada loco con su tema! –y nunca falta quien habla solo o quien sólo farfulla- . El reventón de los 60 los hicieron el expresionismo abstracto, todavía rampante, la abstracción geométrica, el op art, el minimalismo, el arte povera, el arte conceptual, el hiperrealismo y el pop.
Pop y arte conceptual son las corrientes más importantes si atendemos a su influencia en el arte actual; a pesar de sus muchas y marcadas diferencias, ambas tienen un signo común: “cualquier cosa puede ser arte” – ya sea porque la pieza se desmaterializó y quedó para la contemplación sólo algún indicio o alguna sutil insinuación de una idea, o bien, porque los objetos vulgares de la vida cotidiana entraron al museo sin mayor intervención artística. De hecho la gran ruptura entre la tradición y el arte tardomoderno es sustancial: no sólo la pintura deja de ser aquella ventana al mundo, sino que se sustituyó el realismo por lo real. El reino de la representación sucumbió ante los poderes de la presentación.
Es, precisamente, el pop lo que llevó a Jean Baudrillard a desarrollar la teoría del simulacro: “un simulacro es una copia que no tiene original”, es decir, es pura apariencia, absolutamente vacua. El arte simulacral es arte que no significa nada pues carece de referente, es puro shine, sin nada adentro, no demuestra nada porque no oculta nada.
La más frecuente, y efectiva, estrategia para desimbolizar las imágenes es la repetición, pues, a fuerza de copiar y copiar, la imagen se vacía, se esteriliza y se homogeniza –“Quiero ser una máquina”: A. Warhol-: el gran Warhol puede colgar en el mismo muro la silla eléctrica junto a una sopa Campbell’s junto a un accidente mortal sin tener que comprometerse con nada porque todas las imágenes son igual de inocuas, él mismo, siendo coherente con su posición de no ocultar, pues no hay nada bajo sus piezas, se explica: “Cuando uno ve una y otra vez un cuadro horrible, éste en realidad no produce ningún efecto... cuanto más mira uno la misma cosa exacta, más se aleja el significado y mejor y más vacío se siente uno”.
No se puede negar que la obra de Warhol sí cumple una de las funciones tradicionales del arte: la de reflejar la sociedad en que se produce; sin duda, sus piezas retratan mejor que nada el consumo autocomplaciente del capitalismo rampante, ofrecen al espectador una zona de comfort en la cual nadie tiene la necesidad ni de reflexionar ni de comprometerse con nada, puesto que la profundidad subjetiva no tiene cabida en ellas… al fin y al cabo la cultura enlatada también es cultura.
A manera de conclusión, resulta muy útil al entrar a un museo de arte contemporaneo tener bien presente que muchas de las propuestas artísticas caminan en el sentido de establecer la indistinción entre arte y vida real y que esto no hace más bello al mundo, sino más feo y vulgar al arte. Después de todo, la Brillo Boxes no se diferencian de las cajas que están en el supermercado excepto en una cosa: aquéllas no contienen nada... ni siquiera detergente.